Este cuento pertenece al libro
No hablaremos de muerte a los fantasmas


Daniel Centeno

Autor de No hablaremos de muerte a los fantasmas. Ganador del XXXV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción y mención honorífica en el XVI Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola.

Gen fantasma

Daniel Centeno

Insisten en que Dany ya tiene edad para hacerse la prueba, aunque es tan pequeña todavía. Le dicen que no debería pensarlo tanto. Yo les respondo que no necesitamos saberlo y Dany, que me sujeta de la mano cada vez más fuerte, dice que a ella tampoco le interesa. Hoy no, dice tajante, como si no necesitara más que dos palabras para negar la otra vida. Admiro su determinación. Es su cumpleaños, pero no la dejan comer pastel porque todos quieren saber si ella va a acompañarme al más allá, si le heredé el gen o si no lo hice.

Todo depende de ti, me dicen.

No dejan de insistir en que la existencia futura de mi hija es mi responsabilidad, y que es incluso más grande que haberla traído al mundo y más que cuidarla. Negarme a saber qué le depara el destino no es otra cosa que el mayor ejemplo de mi negligencia.

Tú lo tienes, me dijeron mis padres una y otra vez, antes de casarme. Nadia no lo tenía. ¿Qué más daba la vida en el más allá?

Nadia vivió y murió como vive y muere la gente que sabe vivir: un día a la vez. Nunca discutimos el tema, porque no tenía caso que lo hiciéramos. Nunca tuvo sentido para mí hablar de genética con mi pareja. No surgió la ocasión. No resultaba natural para nosotros hablar de otra vida, tampoco, cuando ésta ya era un reto.

Cuando Nadia enfermó, se aseguró de que yo supiera que haría lo posible por estar bien, le enseñó a Dany a hacer animales de origami y le quedó tiempo suficiente para ella: para leer a solas, sentada junto al árbol del pequeño jardín que no sacrificamos con tal de tener un patio, como todos los vecinos que estaban orgullosos de su patio de concreto y de su genética espectral.

Recuerdo a Dany, luego de la muerte de Nadia, llenando el árbol con figuras de origami. Me pidió cargarla en mis hombros para alcanzar las ramas y colgar ahí sus grullas y sus toros y sus jirafas. Ella les había preguntado a sus abuelos maternos si volvería a ver a su madre y ellos le dijeron que era muy chica para entender esas cosas. Yo, en cambio, me senté a su lado en la cama y le expliqué: su madre no sería un fantasma. Dany, sin entender, me preguntó si ella había tenido la culpa. ¿Es porque le quité algo a mami cuando me tuvo?

Le contesté que no: Tú no le quitaste nada a mami. Mami estaba completita. Mami se fue sin que le faltara nada.


Aun así, Dany se había levantado una mañana, semanas después de perder a su madre, y dijo que al fin había terminado de hacer lo que necesitaba. Entonces colgamos los animales, que había puesto sobre la mesita de su cuarto, unos juntos a otros, como en un pequeño zoológico donde las criaturas se repetían. Aunque Nadia le había enseñado a Dany a hacerlos, el tiempo le había alcanzado para muy pocos.

No quiero que mami esté sola, me dijo. Tampoco quiero que tú te quedes solo. Así, esa tarde la pasamos colgando las figuras de origami y pensando en su madre, en Nadia, en lo feliz que se había ido, dentro de lo que cabe. No supe si las figuras de origami eran un homenaje a su madre o compañía para mí, en caso de que Dany también se fuera. Pero los dos estábamos sanos. No podía pedirle nada más a la vida en ese momento. El viento cayó sobre el jardín y una rama casi pica mi ojo. Papi, ten cuidado. Le dije que estaba bien, aunque me sentía triste.

Al menos teníamos paz.

Esa noche, al llevar a Dany a su habitación esperando verla dormir luego de pasar horas colgando animales, recordé que en días pasados había estado preguntándome por sus abuelos. No los padres de su madre, sino los míos. No nos des nietos, me dijeron, años atrás, no queremos que los traigas al mundo para que no podamos verlos después. Recuerdo haber pensado que ni toda una vida me bastaría para perdonarlos; que daba lo mismo que pudiéramos vivir como fantasmas para siempre, yo no quería estar con ellos jamás.

Luego de la muerte de Nadia, mis padres me llamaron para preguntar cómo lidiaba Dany con lo que había pasado. Respondí como pude, con la educación de la que un hijo adulto dispone para unos padres que odia, pero que aun así agradece por su vida. Ellos acabaron por hablar de lo que yo sabía que hablarían: ¿Ya le hiciste la prueba a Dany? Les respondí que no, que no sabía para qué deseaban que se la hiciera, si no era realmente necesario. Claro que sí, ¿cómo vas a saber si Dany regresará algún día como fantasma? Nosotros vamos a volver y queremos a nuestra nieta con nosotros.

Aparté el teléfono de mi oído para no seguir escuchando sus tonterías. Dany ni siquiera los conocía. Si muriera ahora, si mi hija muriera y tuviera que buscar entre los vivos a su familia, ella no iría con ellos. ¿Qué más les daba la otra vida de mi hija, si la que ya tenía no iban a compartirla por su estupidez, por su obstinación, por querer a una nieta que no era ella, porque ser hija de Nadia les parecía insoportable? Pero no les dije nada. Yo tampoco asistiría a su lado, aunque nos encontráramos como criaturas brillantes en medio de la noche eterna. Ser un fantasma no te hace olvidar el odio, tampoco la tristeza.

Dany recién cumple cinco años hoy. Cinco años de inocencia y alegría, de origami y de recuerdos de su madre, en quien pienso cuando veo a mi hija ir al rincón de la casa, junto al árbol, y la observo recostarse para que el sol no le queme la cara.

¿No vas a jugar conmigo?, me pregunta desde ese mismo sitio en el jardín. Uno de sus amiguitos la estuvo molestando. Le pregunto si me dirá a qué estamos jugando o lo que pasó, y tan sólo responde: Me llamó egoísta. Me dijo que no podía hacerte eso. Aquel niño debió oírlo de sus padres, idénticos a los míos. Trato de explicarle que nada de esto es su responsabilidad, pero me interrumpe: No quiero que mami se quede sola. ¿Y si se entera de que sí tengo esa cosa? No sé si quiero tenerla si eso la aleja de mí. Se cubre el rostro con sus pequeñas manos, esperando que el mundo desaparezca junto al resto de la luz. Imito su gesto porque también estoy cansado. A oscuras en el jardín, siento a Nadia entre nosotros. Doy un par de pasos, como si eso bastara para encontrarme con ella, y acabo golpeándome la cabeza con una rama. ¿Qué estás haciendo, papi? Pero no es su espíritu, sino algo que cae entre mis dedos, que cubren mi cara: una pequeña jirafa de origami. Hay letras en ella, así que supongo que Dany tomó hojas de los libros de su madre. Sonrío, orgulloso de saber que no va a ceder terreno, que ese espacio nos pertenece; que la fiesta está adentro, pero nosotros celebramos afuera.

¿Cuántos años tenía mami cuando la conociste? Me tira al suelo para que ponga mi mano en su pecho. Dany está riéndose. Mami debió ser una niña bonita, me dice. No como yo, pero bonita. ¿Verdad que sí? Le tomo su mano, que cada día me recuerda más a la de Nadia; porque incluso los genes dicen lo contrario: algo de ella persiste en este mundo. Donde está mami, ¿sigue siendo bonita?

Le hago cosquillas, y distraída por las risas le contesto: Sí, tu madre siempre será la más hermosa.

¿Qué más da si en mis genes está la posibilidad de volver como un fantasma? Dany no tiene que volver sólo porque a mí no me quedará más remedio que hacerlo algún día. En realidad: no lo sé. No sé si tendré opción, si en verdad estoy seguro de que volveré algún día. Que haya un gen dentro de mí no significa que un día habrá de activarse. Puede ser que el estrés de perder a Nadia, que las noches de pizza por no haber aprendido a cocinar como debía, que los desvelos por cuidar de Dany inhiban mi gen.

¿Y entonces qué?

Todos dan por hecho que saben lo que pasará sólo porque dentro de sus cuerpos está la posibilidad de que pase. Sin embargo, Dany me recuerda, con apenas dos palabras, cuándo conoceré la respuesta: Hoy no.

Pasarán años antes de que vuelva a preguntarle si quiere hacerse la prueba. Para entonces, Dany habrá vivido lo suficiente para decidir si la ilusión de certidumbre vale la pena. Si es necesario hacerse un estudio para ganarse la certeza de vivir para siempre, aunque nadie pueda asegurarle que se ha de cumplir. Pasarán años antes de que Dany se interese en otra vida que no es ésta que tanto disfruta tirada junto a mí; recordando a su madre en las ramas del árbol, en los recuerdos de los animales que ya no están ahí, salvo como pequeños trozos de papel, colgando como hojas. La culpa que ahora siente por no estar con su madre también desaparecerá algún día.

Cuando así sea, cuando al fin pasen los años y Dany decida, espero estar a su lado para apoyarla: vivo o muerto, un recuerdo de papel o una luz junto a su cama.

Pero hoy estoy vivo, con ella. Este día no seguiré pensando en eso. No vale la pena.

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Esta entrada tiene 4 comentarios

  1. Maritza Valdez

    De las narraciones fantásticas que sorprenden por la construcción de una queja común en la familiaridad contemporánea: el valor de intentar y atreverse a ser diferente. ¡Qué fuerza en sus palabras! “Ser un fantasma no te hace olvidar el odio, tampoco la tristeza.”
    De golpe recordé “El fantasma de Canterville” de Óscar Wilde, nuestras múltiples versiones de “La llorona” y a Pedro Páramo de Rulfo.

    1. Daniel Centeno

      Maritza: te agradezco mucho tus palabras. Me alegra mucho que el cuento te haya recordado a historias tan clásicas de fantasmas, aún siendo una apropiación contemporánea de su figura.

  2. Luis Enrique

    ¡Increíble! Es un texto de prosa sencilla pero muy emotiva. Te adentra en los conflictos de los personajes y crea un giro interesante al conjuntar la ciencia ficción (herencia genética) y la fantasía (fantasmas).

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