

Krsna Sánchez
Es un escritor de ciencia ficción, fantasía y terror que radica en Guadalajara.
Con el cuento incluido en este volumen, «Sor Irinea y la nahuálida Zarpa Brava», ganó el XXXIX concurso nacional de fantasía y de ciencia ficción (2023). También ha obtenido otros premios en narrativa como el Bazar de Horrores, de Fóbica Fest y Las Cuatro Esquinas del Universo.
Ha publicado anteriormente los libros Cómo jugar póker contra telépatas, Humanos forasteros e Inventamos enemigos más útiles.
Ha sido becario FONCA y PECDA, donde completó tres proyectos de cuentos e impartió la conferencia «Historia secreta de la ciencia ficción en México».
La gran migración
Krsna Sánchez
I
Zabriska estiró sus miembros tanto como se lo permitía el biotraje azul. Tenía el cuello rígido, la espalda contraída y la pierna izquierda, ¡ay, cuásares!, dolorosamente acalambrada. ¿Acaso era un problema con la prótesis electrónica? Ojalá que no. Había despertado con dolores y molestias cada mañana desde que una astronave la dejó en VX35c. Prefería adjudicar la causa al habitáculo en donde pasaba las noches. Ese recinto autoensamblable brindaba protección de las extremosas condiciones a la intemperie, pero era un estrecho ovoide que no ofrecía la menor comodidad como dormitorio, mucho menos para una persona de casi setenta años.
En cuanto se sintió un poco aliviada, lo primero que hizo Zabriska fue tomar unos binoculares electrónicos y apuntarlos hacia el poniente. Emocionada, escudriñó minuciosamente el yermo horizonte del exoplaneta. Para su decepción, no atisbó el menor rastro de La gran migración. ¿Era preocupante? Sí, ya resultaba preocupante. Ella, confiada en una aparición puntual, había llegado a montar el campamento con unos días de antelación. Luego, cumplida la fecha pronosticada, aguardó por catorce días extras con la esperanza de que solo fuera un ligero retraso; pero ahora comenzaba a plantearse que tal vez ellos no se presentarían ese año. Prefirió apartar de su cabeza ese pensamiento desconsolador. Se recordó a sí misma que en todos los sistemas estelares colonizados se tenía noticia de La gran migración debido a su regularidad inquebrantable. Mejor seguir suponiendo que la demora era causada por una eventualidad; de perder la confianza en ello, sucumbiría a la desesperación.
Zabriska cogió un contenedor de agua, sorbió un pequeño trago, enjuagó su boca y escupió el líquido. La mancha desapareció rápidamente entre sus pies, absorbida por el polvo sediento. Conectó una parrilla al generador solar. Abrió un paquete de salchichas hechas de zoomateria reciclada y asó un par de ellas para desayunar. Las comió sin más, desnudas; no le quedaba pan, ni condimentos, ni habichuelas como guarnición. Sus provisiones comenzaban a escasear. Eso sí que suponía un verdadero problema. No estaba en un mundo donde abundaran los supermercados para ir de compras.
Pese a que las circunstancias se tornaban adversas, Zabriska se acomodó plácidamente a hacer la digestión en una silla plegable. Una carpa de polietileno polarizado protegía el área del campamento, filtrando los fuertes rayos solares. El exoplaneta orbitaba una brillante estrella de tipo G. La atmósfera, una mezcla respirable de nitrógeno, oxígeno e hidrógeno, producía un firmamento de encendidas tonalidades cobrizas. A Zabriska le recordaba el interior de un viejo horno eléctrico que había visto preservado en un refugio para montañistas de Próxima Centauri b. Al menos agradecía que al modesto emplazamiento de VX35c no le hiciera falta una buena iluminación para leer.
Ella siempre llevaba unos cuantos libros viejos durante sus travesías. Esta vez, fue un verdadero acierto tenerlos consigo para hacer más tolerable el periodo a la espera de La gran migración. Eran obras antiquísimas, heredadas de generación en generación dentro de su familia desde antes del arranque de la colonización sideral. Tomó uno de aquellos volúmenes. Era la segunda novela que leía desde que acampaba en VX35c. La primera fue una odisea canina en las tierras salvajes del extremo norte de América, cuando éstas todavía estaban heladas. Se encasquetó unas gafas de lectura a la punta de la nariz y buscó la página donde se había quedado el día anterior. ¿En qué iba la historia? Ah, por supuesto, una parte que le gustaba mucho, cuando el soldado conocía a la bella enfermera británica. La historia era un romance ambientado en la primera de las cinco guerras mundiales que se libraron en la Tierra.
Zabriska prolongó la lectura por el resto de la tarde, interrumpida solo por el ruido que producía el desprendimiento esporádico de algunos pedruscos. A los alrededores se extendía un campo yermo, sembrado de enormes promontorios rocosos, vagamente piramidales. El agreste terreno estaba dividido a la mitad por una franja allanada, un poco hundida, libre de cascajos pétreos o cualquier estorbo. Parecía el cauce de un río muerto hacía milenios, pero en realidad era la ruta creada por el tránsito de La gran migración en su recorrido pentanual hacia los mares septentrionales. Temerariamente, el campamento Zabriska se alzaba modesto dentro de los márgenes de esa enorme avenida. Ella lo había puesto ahí a propósito, para admirar la llegada de ellos desde un primer plano.
Al atardecer, antes de que la oscuridad imperara, Zabriska apartó el libro de su mirada, cogió los binoculares y escudriñó el horizonte de lado a lado, por última vez.
¿Nada? En efecto, todavía nada. Un suspiro de aflicción interrumpió el hondo silencio del campo. Ella anhelaba observar la confluencia de multitudes bulliciosas y no obtenía más que un cuadro pintado con sombras de calma y soledad. Decepcionada, ingresó al habitáculo para dormir como mejor se acomodara.
II
A la mañana siguiente, Zabriska atisbó un punto difuso cuando usaba los binoculares a primera hora. Lo observó unos instantes antes de precisar que se encontraba en movimiento, aproximándose por el camino de La gran migración. ¿Acaso sería…? Su corazón se agitó lleno de alegría. Pensó en ceñirse presta el arnés de su jetpack, pero fue un impulso precipitado. Reducidos unos kilómetros de distancia, los sensores del aparato enfocaron claramente la imagen de una aeromoto. El vehículo venía volando a unos siete metros por encima del suelo gracias al impulso de cuatro turbinas dispuestas en cruceta. Lo pilotaba un hombre moreno, ataviado con un khalat de estampado floreado y con un reluciente turbante de color magenta.
—Es Akbar, de nuevo —murmuró fastidiada Zabriska al reconocerlo.
La aeromoto bajó al borde del campamento, seguida de un remolino de arena. Akbar no llegó solo. Le acompañaba su esposa, Anya, una hijra de sari traslúcido, montada en la parte trasera del vehículo. Ambos descendieron y él corrió a saludar a Zabriska.
—¡Hola, daadee!
—Ya te he dicho que no me llames así.
Akbar había comenzado a visitarla la semana pasada, cuando se enteró de que una vieja gloria deportiva acampaba sola en plena estepa. Ahora ya la trataba con una cándida familiaridad.
—Todavía no llegan, daadee —se refería a La gran migración, por supuesto.
¡Cuásares! Te agradezco la noticia, grandísimo tonto.
—Es cierto, todavía no llegan —refunfuñó Zabriska.
—Ayer fuimos a los observatorios científicos en las faldas de la cordillera meridional —dijo Anya al llegar a su lado—, ni siquiera allá han tenido un avistamiento de ellos.
—Tengo miedo de que se hayan retrasado bastante o de que alguna cosa los detuviera de manera definitiva.
Akbar soltó una carcajada nerviosa.
—Perdón, daadee —recuperó la compostura—. Nada puede frenarlos, no de forma definitiva. Le aseguro que vendrán pronto.
—¿Y la clientela piensa lo mismo? —inquirió maliciosa.
—Sinceramente, hay colegas que reportan establecimientos a medio cupo. Muchos huéspedes, cansados por esperar tanto, están haciendo reservaciones de plazo límite en el astropuerto. Gracias a Vishnú, nosotros no padecemos este problema en el negocio, hasta ahora.
—El secreto es que la clientela lo pasé a gusto en tanto llega La gran migración —mencionó Anya.
—Yo también seguiré a la espera —Zabriska miró de reojo sus menguadas provisiones— …todo lo que aguante.
—Acompáñenos al Garuda Rojo, daadee —sugirió Akbar.
El Garuda Rojo era el chalet que regenteaban su esposa y él, afincado en la colina Govardhana, a unos cien kilómetros al norte de ahí. Durante los primeros siglos de la colonización sideral, se había establecido en aquel lugar una población de colonos procedentes, en su mayoría, de Punjab y Bombay. Ahora su descendencia prosperaba con la administración de los emporios vacacionales que cubrían la demanda de alojamiento de gente proveniente de media Vía Láctea, deseosa de presenciar La gran migración desde lo alto de sus lujosas terrazas y miradores.
—Allá con nosotros estará mejor —continuó diciéndole Akbar— . Podrá dormir en una cama amplia. Tenemos juegos holográficos para pasar el rato. Venga y juegue conmigo una partida de chaturanga tridimensional.
—También hay café monzónico —agregó Anya sonriente—. Yo misma lo preparo por las noches.
—Gracias, son muy amables al invitarme, pero a una anciana como yo siempre le sienta bien una estancia al aire libre —en ese momento, una ráfaga de viento azotó violentamente al indemne habitáculo.
La verdad era que Zabriska despreciaba a los vacacionistas que se hospedaban en el Garuda Rojo. Eran la clase de personas que solo asistía a VX35c por recomendación de las agencias de viajes interestelares, haciendo de La gran migración un mero entretenimiento turístico.
La visita del matrimonio no se prolongó más. Las turbinas impulsaron a la aeromoto hacia arriba. Anya agitaba una mano para despedirse.
—¡Vendrán muy pronto! —gritó Akbar al navegar en las alturas—. ¡Vendrán muy pronto! ¡Ya lo verá, daadee!
III
Despertar temprano y deshacerse de las dolencias, o ignorarlas si persistían; asar la estricta cuota de salchichas en el transcurso de la mañana; leer una decena de capítulos por la tarde; luchar, la noche entera, para conseguir dormir compactada dentro del habitáculo; y, a toda hora, permanecer alerta a cualquier insinuación en el medio ambiente. La rutina de Zabriska se fue repitiendo a cabalidad durante los siguientes diez días de estadía en VX35c; salvo por el incremento de los lapsos que pasaba con la cara pegada a los binoculares, explorando asiduamente el horizonte. Cualquier sombra pasajera resultaba sospechosa ante su mirada y la escrutaba a detalle hasta descartarle por completo. Tras cada desengaño, se desvanecía un poco la fantasía de una llegada sorpresiva y halagüeña; en contraparte, iba creciendo el temor a que nunca se cumpliera el arribo de La gran migración.
Las jornadas de VX35c transcurrían con una parsimonia desafiante. La rotación planetaria, un poco más prolongada en comparación a la terrestre, producía periodos diarios de veintiocho horas, ¡veintiocho tediosas horas! Esto venía a acentuar la lentitud de la interminable espera, para infortunio en mayor medida de los terrícolas y de otros humanos procedentes de mundos con días sucintos. Por su parte, Zabriska podía sobreponerse a este nuevo horario planetario con cierta facilidad. Se había acostumbrado a todo tipo de periodos temporales después de llevar una carrera como deportista interplanetaria. No obstante, comenzaba a sentirse desesperada por la extenuante incertidumbre. Desde que fue descubierta por los pioneros terrícolas, La gran migración tenía lugar cada lustro planetario, siempre con una increíble regularidad.
Inclusive, todo apuntaba a que venía replicándose durante doscientos cincuenta mil años antes que la humanidad desembarcara en VX35c. Y entonces, ¿por qué se ausentaba justo cuando ella viajaba hasta ese remoto exoplaneta en la punta del brazo de Perseo solo para presenciar el célebre evento? Una casualidad, una cruel casualidad, que la hacía sentirse engañada, traicionada. Con superstición, sospechaba que el cosmos maquinaba contra ella para jugarle una mala broma.
El único paliativo que apaciguaba las ansias de Zabriska era entretenerse con sus viejos libros. Concluida la novela del soldado y la enfermera, inició sin interludio la lectura del siguiente libro, uno de sus favoritos, relataba la historia del capitán de un barco que remontaba un río en el corazón de África para ir en busca de un enigmático personaje. Ella jamás había estado en África. Solo viajó dos veces a la Tierra en toda su vida. La primera, visitó la tumba de una tatarabuela en Transnistria. La segunda, realizó salto base en Ayers Rock, cuando lo reconstruyeron. Sin embargo, las descripciones de los selváticos paisajes africanos le hacían rememorar, con exactitud, la jungla artificial de Kepler-438b, la cual había cruzado en tirolesa hacía más de cuarenta años.
Unos párrafos más adelante en el mismo texto, encontró un pasaje que parecía entrañar preocupaciones como las que le martirizaban de forma recurrente. «Me pregunté si la quietud del rostro de aquella inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba un buen presagio o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros, extraviados en aquel lugar? ¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría a nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensa era aquella cosa que no podía hablar, y que tal vez también fuera sorda.»
Al admirar el campo de VX35, reino de pequeñas alimañas de plasmodium, su sobria languidez perturbaba a Zabriska con un remolino de cuestionamientos similares. ¿Cómo reaccionaría a la llegada de La gran migración? ¿Qué haría cambiar dentro de ella? ¿Todavía sería capaz de enfrentarla? ¿Podría estar cara a cara con un evento colosal, sobrehumano, irrefrenable? ¿Continuaba en la lucha? ¿No era demasiado vieja? ¿No había perdido su determinación con lo sucedido en Beta Pictoris b? ¿No le había sido arrebatada junto con el 95% de la pierna izquierda? ¿O qué tal que jamás la poseyó en primera instancia? Quizá las osadías que caracterizaron toda su vida fueron un alarde desesperado para rehuir a una secreta cobardía.
Akbar y Anya visitaban el campamento a menudo, siempre con el propósito de convencer a Zabriska para que fuera a hospedarse en el Garuda Rojo. La insistencia denotaba una afable preocupación más que urgencia por rellenar una habitación de su negocio. Pero continuó siendo inútil, ella no dejaba de rechazar la propuesta con cordialidad.
Durante estos breves encuentros, tampoco se pasaba por alto la ausencia de La gran migración. Akbar ratificaba el pronóstico más optimista con ingenuidad:
—Ya vendrán pronto, daadee.
Unos días después, insistió:
—Ya deben de andar cerca, daadee.
Y posteriormente:
—Ya no tardarán. Estoy seguro, daadee.
Hasta que Zabriska, fastidiada, se atrevió a decirle:
—¿Y qué tal si de verdad no vienen este año, ni nunca más?
Enmudecido, él respondió con una mirada de cólera y escándalo, como si acabara de escucharla decir la peor de las blasfemias. En menos de un minuto, hizo despegar la aeromoto respingando con brusquedad. Su esposa Anya se abstuvo de despedirse de Zabriska. Le hicieron comprender así que había cometido una indiscreción imperdonable. A partir de ese disentimiento, no recibió más visitas por parte del matrimonio.
Con su recurrencia inapelable, La gran migración se asimilaba ya a los ciclos planetarios que carcomían aquel orbe en decadencia. Pero, a diferencia de otros, como la desintegración vertiginosa de las placas tectónicas y las corrientes turbulentas de los océanos ferrosos, La gran migración entregaba un recordatorio del glorioso pasado planetario, cuando el joven VX35c servía de cuna para una especie endémica de seres inteligentes. Hasta donde se especulaba, al poner en crisis los recursos naturales que le sustentaban, la civilización de estos extraterrestres desapareció en el apogeo de su desarrollo tecnológico, sin dejar más vestigio que La gran migración. Por ese motivo, haber dudado de la consumación de ésta, equivalía para los nuevos lugareños a poner en entredicho que los dioses harían salir el sol o cuajar la mantequilla.
IV
El trigésimo primer día fue el más desafiante para Zabriska. El dolor de la pierna la hizo despertar muy temprano. Su único desayuno consistió en un trago de agua agria; las salchichas se habían agotado ya, al fin. Apartó de su lado los binoculares. Le faltaba el afán para atestiguar un desengaño por enésima vez.
Se tumbó en la silla plegable. El dolor no cedió ni estando sentada. Hizo el intento de distraerse con un poco de lectura. Recorrió algunas páginas con la mirada, pero su mente estaba demasiado dispersa, errática. Pensaba en otros lugares que le hubieran ofrecido sus propios desafíos, como escalar los montes acristalados de Gliese876d, o remar en los rápidos coloidales de GJ1214b. Se reprochó por haberse enfrascado en una espera infructuosa, anclada a ese paraje agobiante. Se suponía que había acudido ahí para protagonizar la aventura que marcaba su retorno triunfal; o bien, una aventura conclusiva si su estado físico no le permitía más. Las cosas no marchaban de acuerdo a lo planeado en ninguno de los dos casos. Aquella experiencia no era una aventura, sino una acampada que se había prolongado más de la cuenta.
A media tarde, la desesperación de Zabriska casi la llevó a echarse el jetpack a la espalda, decidida a remontar el camino de La gran migración para ir en su búsqueda. El espíritu intrépido que habitaba en ella le gritaba que se colocara pronto las correas del arnés. El dolor de la pierna le forzaba a ser juiciosa y evaluar con frialdad las circunstancias. La gran migración procedía de una cantera escondida en lo más remoto de la cordillera meridional. Para acudir a su origen se requería una incursión al territorio inexplorado de ese macizo montañoso, lleno de peligros que ningún humano documentaba todavía. Zabriska tuvo que dominar sus bríos. Persistir en la espera era la conclusión más sensata, por muy humillante que fuera.
Antes de que anocheciera, arrastró los pies de regreso al habitáculo, desganada. No logró conciliar el sueño por más de cinco minutos consecutivos. Su pensamiento era asaltado por un sinfín de dudas. La clase de dudas que asaltan el pensamiento al estar cerca de los setenta de edad; la clase de dudas que asaltan el pensamiento al tener una pierna con 95% de reconstrucción sintética; la clase de dudas que asaltan el pensamiento al haber reposado por una treintena de días y contemplar la estampa del fracaso cada vez que alzaba los binoculares. ¿Qué estaba haciendo ahí? Esperaba La gran migración, por supuesto, que si no. Mas, en realidad, ¿qué estaba haciendo ahí? Cumplir con la responsabilidad de encontrar un reto para demostrarle a la gente, al cosmos, al destino y a sí misma que no estaba derrotada, que proseguía en la batalla. Cierto, proseguía en la batalla, ¿gracias a qué? A la tecnología que le devolvió una pierna. En una época pasada, sería una anciana lisiada, sin remedio. No obstante, incluso en la actualidad, las aplicaciones de la ciencia médica tenían un alcance limitado. Cruzada esa frontera, ¿qué le quedaba? Su empecinamiento y nada más.
Se burló de los cibercirujanos cuando le advirtieron que no intentara ir a VX35c después de ser dada de alta. Pero, ¿qué haría mañana?, ¿acaso seguir esperando como una estúpida? Se tragó el orgullo cuando su propio personal deportivo le ofreció un cuarto en una pensión plutoniana para atletas veteranos. Pero, ¿qué haría los días venideros?, ¿acaso releer sus libros mientras moría poco a poco de hambre y sed? Tal vez debería acudir al Garuda Rojo. ¿Todavía despreciaba a los huéspedes de Akbar? Por supuesto que sí, eran el rebaño de un espectáculo banal. ¿Y qué? Al menos se mostraban honestos con sus propósitos. Deseaban divertirse, deseaban sacar fotografías asombrosas, deseaban presumir a sus amigos unas vacaciones exóticas. ¿Por qué ella quería rebuscar un sentido más trascendental? ¿Por qué siempre arriesgó su bienestar arrastrada por la imperiosa necesidad de aventurarse en las maravillas del universo? ¿Qué había conseguido además de la fortuna monetaria, que se esfumó al liquidar las facturas de tres clínicas reconstructivas, y del renombre pasajero, reclamado por los iconos de las jóvenes generaciones?
Trece años de edad, snowboarding sobre los casquetes de un mundo congelado en la constelación de Sagitario, dos medallas de plata en la categoría juvenil. Veintiún años, salto bungee en el desfiladero mortal del exoplaneta Osiris, cuatro exhibiciones patrocinadas por una conocida franquicia de energizantes. Veinticuatro años, ciclismo a campo traviesa en los asteroides de una estrella anillada, primera mujer en superar quinientos kilómetros de recorrido total. Treinta años, esquí de baja gravedad en la gélida estela del cometa Melville, colisión inesperada contra un carámbano, tres fracturas de antebrazo, tratamiento regenerativo, once meses de recuperación. Treinta y seis años de edad, vuelo en parapente por encima del banco de vapor más extenso de COROT-7b, nuevo récord indiscutible, quemaduras leves. Cuarenta y dos años, escalada a mano libre por las cascadas fosilizadas de un protoplaneta en la frontera del halo galáctico, lo más lejos que se había practicado esa disciplina hasta entonces. Cincuenta años, triatlón en los biomas simulados dentro de la estación espacial Watanabe, finalista del pelotón que completó el circuito en menor tiempo. Sesenta y dos años de edad, vuelo de ala delta sobre un superciclón de Beta Pictoris b, error de maniobra al tomar una corriente ascendente, accidente casi fatal, lesiones críticas generalizadas, pérdida del 95% de la pierna izquierda, doce intervenciones reconstructivas, siete implantes artificiales, seis prótesis biónicas, tres años de recuperación.
Y ahora, como remate, estaba en VX35c metida dentro de ese atormentador habitáculo, a la espera del incierto arribo de La gran migración, con el estómago vacío y con la pierna adolorida. ¿Tenía ganas de rendirse? Sinceramente, aunque anhelaba conocer las sorpresas que le eran reservadas, sí quería darse por vencida. ¿Qué la detenía? El miedo; el miedo a resignarse a la senectud; el miedo a aceptar un cuarto en una pensión plutoniana para atletas veteranos; el miedo a tener un sillón reclinable, una mega pantalla y una mascota parlante, quizás un gato o… un ruido proveniente del exterior interrumpió sus pensamientos.
El polvo seco crujía en las inmediaciones, produciendo un sonido demasiado apagado y cercano como para relacionarse con La gran migración. Más bien, alguna persona se había introducido al campamento a hurtadillas. ¿Existían los ladrones en VX35c? Zabriska salió a comprobar, con cautela, de quién se trataba. Solo consiguió ver cómo se perdía una esbelta figura mezclándose con las sombras distantes. Intentó seguirla, pero fue muy tarde. Oyó el rumor de un vehículo alistado más adelante para darse a la fuga. Revisó que no hicieran falta cosas entre sus pertenencias y se sorprendió al encontrar una gran cesta sobre la silla plegable, junto a sus libros. La cesta contenía muchas provisiones frescas y algunos termos con café monzónico.
—¡Muchas gracias, Akbar y Anya! ¡Prometo que no voy a defraudarlos! ¡No me rendiré! —la oscuridad fue el testigo de sus juramentos.
V
Dos días después, una taza de café se calentaba sobre la parrilla mientras Zabriska leía como de costumbre. En el clímax de la narración, el capitán se acercaba a su encuentro con el elusivo personaje dentro de lo más tenebroso de la selva africana. De repente, las letras comenzaron a saltar frente a sus ojos. Se aseguró de tener las gafas bien colocadas en la punta de la nariz. Se dio cuenta de que de verdad la página temblaba. También la silla plegable. El campamento entero temblaba. La taza de café se volcó sobre la parrilla. La carpa de polietileno se resquebrajó como el cascarón de un huevo. Era un terremoto.
¿Acaso significaba que…? Tomó los binoculares y los apuntó hacia el horizonte, tambaleándose por la sacudida. Su vista fue recibida por la vastedad del campo desierto. El terremoto sostuvo una fuerza creciente por un lapso bastante largo. Al aminorar, se convirtió en una reverberación soterrada, ¿un buen presagio o una amenaza?
Cuarenta minutos más tarde, Zabriska continuaba atenta a la imagen de los binoculares. La aeromoto de Akbar apareció a alta velocidad en su campo de visión. Pero distinguió que él no venía tras el volante en esta ocasión. Tuvo un mal presentimiento.
—¡Akbar se lo dijo, daadee! —gritó exaltada Anya, al pasar volando por encima de ella—. ¡Ya llegaron! ¡Ya llegaron! ¡Están aquí! ¡Han venido enfurecidos!
Zabriska consiguió tranquilizarla para hacer que aterrizara y le diera una explicación de lo sucedido. Apenas ayer por la noche, los observatorios de la cordillera meridional habían informado acerca del descubrimiento de un deslave basáltico en un paso medular de las montañas, lo que probablemente estuvo reteniendo el tránsito de La gran migración. Pero, según se creía a esa hora, ellos habían encontrado a la postre una manera para sortear la trombosis orográfica. Labraron un atajo subterráneo. Eso se acababa de confirmar con el terremoto desencadenado bajo las inmediaciones de la colina Govardhana. Las edificaciones asentadas en sus laderas no resistieron al poder del repentino cataclismo. Una parte del Garuda Rojo había sido derrumbado. La mayoría de los huéspedes fallecieron. Los pocos sobrevivientes escaparon al astropuerto antes de que sufriera daños en un nuevo sismo. Akbar permanecía atrapado entre los escombros.
Era momento de escuchar al espíritu intrépido que la habitaba. Zabriska se colocó el jetpack sobre la espalda. ¿Estaba un poco más pesado? No, la descompensación la había dejado algo débil. Al despegar junto a la aeromoto, dijo adiós al capitán del libro, a quien esta vez debía dejar que prosiguiera a solas el culmen de la misión. Por lo menos la consolaba saber que le abandonaba para ir a cumplir con su propia aventura.
Anya guió a Zabriska volando, temerarias, por entre los promontorios rocosos, para acortar el viaje hasta la colina Govardhana. No tardaron en ver aparecer debajo de ellas el distrito hotelero convertido en un caótico campo de demolición. Entre los restos de los centros vacacionales y las lujosas casas de huéspedes, se distinguían algunos electrodomésticos motorizados que deambulaban como espectros penantes. Anya señaló el Garuda Rojo en plena devastación. El ruinoso chalet amenazaba con sumarse a sus compañeros caídos en cualquier momento, inclinándose peligrosamente hacia un costado. Detrás de él, como telón de fondo, se apreciaba una amenaza se abalanzaba sobre toda la zona. ¡Cuásares! Era como una tormenta de polvo que cubría la separación entre el cielo y la tierra, avanzando con una rapidez asombrosa desde unos pocos kilómetros al noreste. La gran migración se hacía presente en la superficie para reclamar con furia una nueva ruta hacia su destino.
Zabriska no permitió que la intimidara el adverso panorama.
El jetpack le permitió transportarse entre las distintas plantas de la maltrecha edificación. Tuvo que maniobrar con alta precisión para sortear los trozos de mampostería que colgaban amenazantes y el elegante mobiliario apilado como obstáculo. Le vino a la memoria una expedición espeleológica en el satélite Hiperión, ¿había ocurrido veinte o veinticinco años atrás? Cruzó el salón de banquetes y el gimnasio, y llegó hasta el recibidor sin encontrar a Akbar
—¡Daadee, rápido!, ¡rápido!, ¡vienen iracundos! —los gritos desgarrados de Anya llegaban desde el exterior.
La gran migración continuaba aproximándose, inexorable. Su cercanía hizo retumbar de nuevo los cimientos y provocó que empezaran a desprenderse vigas, lámparas y tuberías. Zabriska se protegió de ese aluvión agachada detrás del mostrador de la recepción. El impacto de los desperdicios la acorraló ahí. Sopesó la posibilidad de renunciar a la búsqueda de Akbar. Pero, justo entonces, llamaron su atención unos jirones de tela color magenta que resaltaba entre los cascajos del piso. Eran partes del turbante de Akbar. Siguió a rastras la pista deshilvanada y lo encontró a él. Estaba vivo, inconsciente, aprisionado bajo la estatua partida del Garuda rojo que daba nombre al establecimiento.
La columna que se desplomó cerca de ellos hizo un estruendo. La estructura entera estaba por colapsar en cualquier momento. Tampoco Akbar soportaría mucho tiempo. Esas dos cosas exigían que Zabriska actuara rápido.
—Espero que me perdonen tus ancestros y tú, muchacho —colocó el pie izquierdo sobre el flanco de la estatua.
Empujó con todo el vigor de su pierna. Empujó con la fortaleza extra que le daba ese 95% sintético. Empujó con el ímpetu que solo proviene del alma. Un alarido se le escapó a la par que chirriaban la rótula biónica y los servomotores del tobillo, rebasando el máximo de su potencia. Con un esfuerzo sobrehumano, Zabriska consiguió apartar la estatua alada apenas lo suficiente para tomar a Akbar y sacarlo de ahí activando al máximo los propulsores del jetpack poco antes de que todo el lugar se viniera abajo.
Después de escapar por un ventanal roto, apenas consiguió conservar el equilibrio suficiente para llevar a cuestas al hombre desmayado hasta la aeromoto.
—Váyanse —le dijo a Anya.
—¿No vendrá con nosotros? —preguntó ella con lágrimas en los ojos.
—El jetpack ya gastó bastante combustible y mi pierna tampoco me permitirá ir muy lejos.
—No, daadee —murmuró Akbar que recuperaba la conciencia respirando al aire libre.
La aeromoto despegó cuando una especie de avalancha invertida se alzaba desde las faldas de la colina Govardhana con el propósito de sepultarla hasta la cima.
VI
Años atrás, cuando soplaba el superciclón de Beta Pictoris b, sus vientos provocaron el repique unísono de los campanarios en una veintena de ciudades a la redonda. Fue un escándalo inimaginable; no obstante, Zabriska consideró que La gran migración lo superaba en estruendo. Ensordecida por un potente concierto de ruidos mecánicos y siseos electrónicos, ella aguardó frente a la voluminosa tolvanera que se encrespaba con violencia, oscureciendo por completo la ladera por la que ascendía. Sus manos reposaban con quietud sobre los controles del jetpack, a la espera del momento preciso. Recargaba todo su peso corporal en la pierna derecha. La izquierda estaba averiada, era definitivo; su único sistema activo era el neuroemisor que le otorgaba la propiocepción a esa extremidad inerte.
Cuando el peligro se abalanzó rotundamente sobre la minúscula silueta de la mujer, presionó con delicadeza el botón de ignición. Salió disparada al cielo y esquivó por poco la impetuosa estampida que cruzó por debajo de ella, arrasando las ruinas del Garuda Rojo junto a las de los demás hoteles. Luego de cobrar una veintena de metros de altitud, Zabriska apagó los propulsores. Aprovechó el impulso restante para echar desde arriba un vistazo dentro de la turbulenta congestión. No consiguió distinguir nada al principio; pero, poco a poco, se le fueron presentando manifestaciones aisladas. Miró aquí una articulación impulsada por segmentos hidráulicos. Miró allá una pinza metálica abriéndose y cerrándose. Miró en todos lados el brillo de unos domos plateados con forma de caparazón. Hasta que su sobrevuelo descendió unos metros, tuvo una vista plena del tropel conformado por una populosa hueste de robots similares a cangrejos gigantescos. Se movían en conjunto con un despliegue de agilidad sorprendente a pesar de sus proporciones colosales. Poseían dos pares de tenazas al frente e igual número de patas a los costados. Las tenazas eran como navajas suizas, ya que derivaban en diversas herramientas semejantes a taladros, pulidoras y cortadoras de piedra. Cada uno de los cangrejos robóticos transportaba sobre su carcasa un bloque cúbico de mármol que debía pesar cuarenta toneladas por lo menos. Al observarlos en grupo desde lo alto, Zabriska consideró que parecían una explanada adoquinada que se movía con vida propia. Eso se prestaba a la perfección a sus intenciones. Ayudada de otro corto empujón de los propulsores, aminoró la velocidad de su caída para aterrizar suavemente en la cúspide de un bloque. Pretendía cabalgar sobre La gran migración. Racionó el combustible restante del jetpack para ir dando saltos cortos con un solo pie de bloque en bloque a lo largo del desfile de robots que se perdía en la distancia. Sabía que estaba obligada a alcanzar el extremo posterior antes de que ellos dieran conclusión a la travesía o de lo contrario sus posibilidades de sobrevivir serían mínimas.
No pasó mucho tiempo, para que La gran migración dejara atrás la colina Govardhana. Muy pronto su marcha dio un rodeo para encauzarse por la ancestral avenida que dividía el campo. Respetaron los promontorios rocosos de los márgenes, pero pisotearon con incontables patas el campamento de Zabriska, sin que ella pudiera hacer algo para evitarlo. Lamentó en silencio la pérdida de sus libros mientras se proyectaba hacia el próximo bloque. El contingente de robots prosiguió con su desplazamiento por cientos y cientos de kilómetros sin encontrar obstáculos que fueran capaces de cortar su avance hacia la resplandeciente línea costera. Utilizaron su increíble versatilidad para moverse por montes, hondonadas, arenales y todo tipo de terrenos. Los escasos parajes que les resultaban inaccesibles eran destruidos por su paso masivo. Marchaban con orden perfecto, con sincronía inalterable, moviendo sus articulaciones al mismo compás. Ninguno de ellos se retrasó, ni desperdigó. Se configuraban como unidad compacta y rigurosa, distribuidos en escuadrones perfectos de ocho por ocho miembros. Zabriska era como una pulga azul en el lomo de esa bestia colectiva e impetuosa, brincando con premura ante el advenimiento de la briza marítima, señal de la meta final.
El océano contoneaba su inmensidad del otro lado de un acantilado. El oleaje rompía contra el alto muro pétreo con tanto coraje que casi salpicaba las nubes con gotas de carmesí. La fabulosa tonalidad del líquido se debía a una alta concentración de óxido de hierro. La gran migración no aminoró su ritmo ante el inminente abismo. Por el contrario, empujados por un ciego instinto suicida, los cangrejos robóticos comenzaron a lanzarse en turba hacia la nada sin abandonar su cargamento. Botaron pesadamente cuesta abajo, despedazándose y lanzando sus piezas por los aires. El bombardeo de la maquinaria maltrecha, casi irreconocible, levantó espumarajos en el océano, como si fuera un dios babeante devorando una ofrenda. Cuando el coletazo final de La gran migración se precipitaba a ser engullido por las aguas, Zabriska se proyectó a tierra firme con el jetpack carraspeando casi vacío. Abajo, patas y tenazas chispeaban y se retorcían entre los escollos formados por los bloques de mármol. La coloración del océano creaba la ilusión de una sangrienta matanza.
VII
Zabriska vio aparecer en un pestañeo el mismo campo donde estuvo los días pasados. Lo reconoció sin dificultad, ¿cómo no hacerlo después de registrar sus confines hasta el hartazgo mediante los binoculares? El mismo campo, sin duda; pero distinto. Se le presentó mucho más vasto y lozano, tal y como había sido en tiempos muy remotos. Sobre su superficie, hormigueaba una muchedumbre de cangrejos robóticos que, repartidos en escuadrones, empleaban su dotación de bloques para erguir pirámides de base cuadrada. Sesenta y cuatro miembros por escuadrón; sesenta y cuatro bloques por pirámide. El campo se dilataba como una llanura continental, saturada por innumerables pirámides megalíticas, simétricas. ¿Era todo aquello una auténtica visión del pasado o un delirio subliminal que le inducía el neuroemisor para mantener en funcionamiento su cerebro?
Al recuperar la conciencia, Zabriska yacía en un surco lodoso, volcada de espaldas encima del jetpack. Quince años antes hubiera aterrizado a la perfección. Falló en el primer intento de incorporarse. No estaba herida de gravedad, tan solo exhausta. Veinte años antes, con la pierna sana, se hubiera levantado de un salto. Tomó un descanso así, volteada bocarriba como una tortuga. Con la mirada al revés, observó a un robot que había quedado tumbado unos metros atrás, víctima de una descompostura que le impidió someterse al sacrificio junto al resto de los suyos. Se encontraba en pésimas condiciones. El bloque de mármol se le había escapado y aplastó buena parte de su caparazón. Arrojaba humo y goteaba un líquido aceitoso de las grietas que exhibía por todas partes. Pero todavía se rebatía frenético, intentando cumplir con su propósito irracional, como una bestia herida intentando escapar de un pantano. Atinadamente, La gran migración concluía con una estampa de miseria y cruda brutalidad.
Dentro de cinco años, la peregrinación sería llevada a cabo con puntualidad por una generación renovada. En el entretiempo, se fabricarán en serie cangrejos robóticos dentro del seno de una ensambladora automatizada, oculta bajo la cordillera meridional. Acto seguido, ellos labrarán sus respectivos bloques de mármol y emprenderán el periplo para terminar arrojándose al océano: era el ciclo de existencia que perpetuaba La gran migración. Continuaría cumpliéndose hasta que las ignotas canteras agotaran el núcleo rocoso del continente. Y los humanos jamás sabrían con certeza la finalidad de esa desmedida faena.
—Yo creo, igual que mucha gente, que ellos servían como casta constructora de una ciudad primigenia —Zabriska recordó lo que había dicho Akbar alguna vez—. Prosiguen con el acarreo de material para la edificación sin darse cuenta que el proyecto fue absorbido por el mar hace mucho tiempo.
Era cautivador fantasear con una urbe ciclópea, perdida en el océano de VX35c, como una Atlántida extraterrestre. Sin embargo, eso no coincidía con la escena que Zabriska había admirado en sueños, ¿acaso entrevió la verdadera finalidad de La gran migración?
El cangrejo robótico logró incorporarse de súbito, animado por una escasa convulsión mecánica. Avanzó tambaleante, desternillándose en sucesivos tropezones, reclinado sobre sus tenazas que horadaban el terreno en dirección a Zabriska. Ella arrancó las correas del arnés para desanclarse del jetpack. Una vez liberada, se deslizó entre las sinuosas patas del robot. Este siguió de largo hasta acabar desvencijado justo en el borde del precipicio, asomando al aire media carcasa con un delicado equilibrio.
Ella se le acercó renqueando, cautelosa.
—Hoy nadie se va a dar por vencido antes de cruzar la línea de llegada, amigo. De eso me encargo yo.
Zabriska se apoyó en una placa trasera del cangrejo robótico. Propinarle un empellón fue suficiente para precipitarlo hacia el descanso perpetuo. Con este acto, puso punto final a aquella majestuosa gesta que desembocaba en el sinsentido más absoluto, ¿o no?
Tomó asiento sobre una saliente rocosa con la pierna averiada columpiando al viento. El océano cobraba una quietud digestiva. Quiso mirar reflejado en el manto acuático la escena del ensueño. De ser una revelación cierta, si los promontorios rocosos en el campo eran antiguas pirámides de bloques, desgastadas hoy en día, entonces el devenir de los cangrejos robóticos confeccionaba un monumental computador análogo, capaz de medir el tiempo con un sistema de unidades cuadradas perfectas. Interpretada con esta premisa, La gran migración era un reloj, un reloj que proseguía su marcha, empecinado, a pesar de estar roto; igual que lo era ella misma.
—¡Es curiosa la vida… —Zabriska citó de memoria un pasaje que había leído recientemente—, ese misterioso acomodo de lógica implacable con propósitos fútiles!
Los moradores originales de VX35c, motivados por una obsesión cronométrica, habían legado un titánico proyecto, inconcluso, que simbolizaba un mensaje personal para un miembro de otra especie cuya existencia ni siquiera llegaron a suponer.
Zabriska se incorporó vacilando, pero revitalizada. Sacudió todo el polvo de su traje de neopreno y dio media vuelta para ojear el largo camino de regreso.
—¡Cuásares! Espero que a Anya se le ocurra venir a buscarme —refunfuñó.
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