Iliana Vargas

Es egresada de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde cursó el Diplomado de Literatura Fantástica y co-organizó el Encuentro Multidisciplinario en torno a lo Fantástico, en 2001. Ha formado parte del Seminario de Literatura Fantástica Hispanoamericana en la misma institución y del Seminario de Estéticas de Ciencia Ficción del CENIDIAP-INBA.
Narradora, autora de Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma (Tierra Adentro, 2012); Magnetofónica (Ediciones y Punto, 2015); Habitantes del aire caníbal (Resistencia, 2017) y Yo no voy a salvarte (EOLAS, 2021; Casa Futura Ediciones, 2024). En 2018 fue seleccionada para participar en The  Mexicanx Initiative en la 76 World Science Fiction Convention, San José California. Cofundadora, en 2020, de MexiCona: imaginación y futuro, festival dedicado a la difusión de la ficción especulativa. Ha participado en antologías, publicaciones, coloquios, festivales y encuentros dedicados a la literatura fantástica y la ciencia ficción en diversos países. Algunos de sus cuentos se han traducido al inglés y portugués.

Trances de fuego

Iliana Vargas

Estoy iluminado por una luz sagrada que me fue disparada desde otro mundo. Veo lo que ningún otro hombre ve.
Philip K. Dick

Consulta la traducción al inglés en la revista Your Impossible Voice

1 Lucille y Violette

Mais, qu’est-ce qui se passe avec toi, Violette? Ce que tu dis n’a aucune sens… c’est une folie de t’écouter.1

Violette regresa el cenicero a la mesa, junto a uno de sus libros, y limpia las colillas y la ceniza que cayeron al piso a causa de los movimientos bruscos con que Lucille se levantó del sillón.

—Deja de hablarme en ese idioma, como si no supieras quién soy, ni qué pasa, Lucille. Tú fuiste por mí al convento; tú pagaste los daños que la Superiora y su séquito dicen que provoqué, aun cuando sabías que no era cierto. Mírame otra vez; mira el temblor de mi cuerpo, lo traslúcido de mi piel: las heridas en mi lengua, y dime de nuevo que todo esto es una locura. No vamos a llegar a ningún lado luchando por decidir quién tiene razón: no se trata de encontrar una, ni de inventarla; sino de aceptar lo que hay, lo que es, lo que está ahí.

Tú dices que son mis delirios; que la tragedia; que la enfermedad… a pesar de que estuviste conmigo la primera vez que ocurrió. Yo te digo que no lo busqué, que ni siquiera sabía que existía, y Ello me eligió de todas formas. Si quieres que siga hablando contigo, haz un esfuerzo por comunicarte de verdad.

Lucille va del sillón a la ventana una y otra vez hasta que se queda mirando el rastro de un caracol sobre el cemento de la fuente en el jardín.

Cela? Cela? Qu’est’ ce que tu vois dire avec «Cela»? 2¿No hay acaso cómo nombrar «Ello» en tu lengua?

Mientras hace la segunda pregunta, con la voz en un tono más bajo, más suave, sin querer reconocer el castellano y como si hablara sólo para sí, Lucille deja de ver el caracol y dirige la mirada a Violette. No a toda ella: se detiene en su cabello larguísimo; encanecido casi por completo. Si no fuera su hermana, le costaría creer que tiene 20 años.

—Ello no es un nombre; Ello sólo es, Lucille, y está aquí, y viene a decirnos lo que tú querías saber.

Violette se mira las manos como si le fueran ajenas: las pequeñas manchas que hace unos meses no estaban ahí. Las arrugas. Las señas. Los rastros del incendio en las palmas, que fungen como un sello para dejar constancia de la primera vez que sucedió… la tarde en que tuvo la visión de Zahana.


2 Zahana

Llovía como si la Tierra necesitara apaciguar su centro incandescente. Los perros se iban callando poco a poco, sometidos quizá por la estridencia de los truenos cada vez más cercanos, y yo veía cómo se iba juntando el agua en el techo de la casa de al lado. Ya antes había pasado largos ratos mirando esa azotea desde el cuarto de Laila. Era mi parte favorita de La Casona. Me encantaba subir ahí después de recorrer los interminables pasillos que llevaban a las habitaciones que habían pertenecido a la abadesa de Pretzi. Me costaba creer que ese lugar, ahora tan confortable y alegre, alguna vez hubiera sido una especie de prisión. Lo más incomprensible para mí era que sus habitantes [casi todas mujeres] hubieran decidido entregarse a ese encierro para encontrarse más cerca de Dios, cuando se suponía que Dios estaba en todos lados. Ahora entiendo todo mejor, o peor, no lo sé. Siempre que íbamos allá para pasar las vacaciones me pedías que bajara a ayudarte a buscar catarinas en el jardín, pero yo disfrutaba el olor de las flores secas y los aceites que Laila había dejado en la habitación, como si ella quisiera que la recordáramos con ese aroma, y no con lo que su cuerpo expelía cuando la encontramos agusanada debajo de la cama… No me mires así, Lucille; no era de Laila de quien yo quería hablarte, sino de la vista desde la ventana de su cuarto, que aquella mañana me mostró algo más que el musgo y los brotes de pequeñas plantas silvestres apropiándose de las bardas grises y el piso agrietado. Recuerdo que imaginaba cómo se filtraría el agua entre las fisuras, formando delgados chorros que escurrían sobre los muebles oxidados de ese lugar a cuyos habitantes nunca conocimos; o que sería tanta la cantidad de líquido, que el techo no resistiría y terminaría por desmembrarse; o, en el mejor de los casos, se formaría una pequeña piscina a la que yo podría saltar en cuanto terminara la tormenta y el aire comenzara a condensarse, tan caliente y pesado que habría que respirarlo por la boca, como los peces dentro de las cubetas a la orilla del lago. Quizá fue por pensar en el ahogo que empecé a sentir que el aire no llegaba del todo a mis pulmones. Entonces la vi, bajo el agua. Primero creí que era sólo una de las plantas moviéndose junto con la cadencia de la lluvia, pero después vi sus ojos, su rostro, el cabello flotando sobre la superficie y la expresión de asfixia. Se había envenenado. Se llamaba Zahana y había bebido un concentrado de bayas de belladona preparado por ella misma. Pero, ¿por qué tenía que saberlo yo, a mis dieciséis años? No era sólo la imagen mórbida la que me perturbaba, o sentir el dolor como propio, sino la vestimenta que se abombachaba a causa del agua: era una túnica como las que se usaban en la abadía de Pretzi cuando todavía estaba habitada. No entendía cómo había llegado esa información a mi mente o a mi cuerpo entero; por qué, al mirarla, sabía lo que esa joven había experimentado. Empecé a sentir que algo bullía por dentro, pero no alcanzaba a discernir si ese algo era suyo o mío: me ardían los músculos y las articulaciones como si cientos de arañas me estuvieran mordiendo la carne bajo la piel. Dejé de sentir el peso de mis huesos y un aura de fuego circundó el agua hasta expandirse por toda ella y convertirla en una habitación de piedra. Entonces descubrí que yo estaba ahí, pero no en mi cuerpo sino en una sombra junto a Zahana, y sólo podía percibir lo que ella observaba desde el inconsciente: el canal que me llevaba a su epifanía durante la concentración ardorosa con que recitaba sus oraciones. En ese momento entendí por qué se dice que se puede hablar con Dios, y por qué durante ese trance también se pueden filtrar otras presencias con todas sus voces, sus ojos y sus formas encarnadas en una sola cuyo nombre habita muchas lenguas que nadie quiere pronunciar. Yo decidí neutralizarlo y llamarlo Ello. Zahana oraba con el fervor de quienes han vivido para la salvación. Las palabras parecían encarnar su lengua y sus labios, pero al salir de su boca, lo que se escuchaba no era su voz ni las letanías escritas en su libro sagrado. No. Había dejado el libro sobre la cama ante la que estaba arrodillada y desde ahí miraba de vez en vez las estrofas en las páginas amarillentas, aunque en realidad se notaba que sabía de memoria cada oración. Sin embargo, algo en su cuerpo sospechaba que no estaba diciendo lo que el corazón vehemente le pedía, pues las palabras eran otras, ajenas; se articulaban y eran escupidas por su garganta de manera antinatural. ¿Cómo hacerle entender que no era la memoria lo que parecía fallarle, sino el cobijo de su Dios, quien evidentemente la había abandonado dejándola en manos de Aquel cuya divinidad pertenece a otro Reino? Sí. Era el Diablo. O uno de sus emisarios. ¿Que cómo lo sé? Por torpeza mía: cuando noté que la voz de Zahana nada tenía que ver con su cuerpo y que la lengua en la que hablaba sólo podría venir de los sueños del Infierno, enredándola cada vez más en esa hipnosis que parecía arrastrarla lejos de este mundo, haciéndola balancearse de un lado a otro cada vez más fuerte hasta golpear su cuerpo contra las afiladas piedras de la pared, me abalancé sobre ella, tapándole la boca con mi presencia de sombra. Sentí un dulce y febril dolor que me anestesiaba las manos. Volví de forma abrupta a mi cuerpo tras la ventana en el cuarto de Laila. Temblaba y gritaba sin poderme contener. Recuerdo que no reconocía los sonidos que salían por mi boca, pero lo que en verdad me asustaba era el ardor en las manos. La lluvia había cesado y supongo que mis gritos llegaron hasta el jardín, porque entraste corriendo, angustiadísima. Nunca olvidaré la expresión de tu rostro al verme. La manera en que empezaste a gritar ¡No, no, no, no no, no!, tapándote los oídos mientras yo lanzaba esos sonidos que me estrujaban la garganta y partían mis labios, dejándome sin aire hasta que al fin me desmayé. No sé cómo lograste cargarme para sacarme de ahí sin quemarte también. Sobre todo, no sé cómo decidiste que, encerrándome en un lugar como Santa Cecilia, yo lograría recuperarme de lo que tú llamabas incendios del alma. ¿Cómo era posible que no supieras que un convento es el combustible más codiciado para encender cualquier fuego, pero en particular, el del Diablo?


3 Visión última

—¿Ahora intentas decir que es mi culpa que confundas al Demonio con la locura que traes dentro?

—¡No, Lucille! La locura es parte de la condición humana; entra y sale de los cuerpos para acelerar su descomposición o llevarlos a un punto de madurez lúcida. El Diablo no necesita esos juegos para lograr que le entreguemos lo que busca… Debiste escuchar su mensaje desde un principio.

—¿Qué busca? ¿Qué mensaje? Je ne sais pas pourquoi je vous entends…3

Lucille repasa una y otra vez los contornos de cada uno de sus dedos, como si temiera olvidar su forma. Hacía mucho que no necesitaba recurrir a ese movimiento para matizar la ansiedad que comienza a atenazarla. Mira las flores verdes dibujadas dentro de los azulejos hexagonales que adornan la cenefa en los muros blancos. En ese momento preferiría ser eso: una flor, una planta; algo cuya conciencia estuviera libre de todo juicio, cuyos actos, por más secretos que parecieran, no tuvieran consecuencias.

—Sí. Su mensaje a través de tus sueños. Por eso los escribías. Tú decías que no sabías por qué, y luego los tirabas o los quemabas. Pero lo entendías todo tan bien, que un día me regalaste uno, prometiéndome que un día yo también podría hablar con Él, y que me ofrecería imágenes a primera vista extrañas, pero en el fondo hermosas, como la que transcribiste aquí, mira.

Violette abre el libro que había dejado sobre la mesa y saca una larga hoja suelta con los dobleces bien marcados por los años. La extiende con cuidado para no correr la tinta que ella ha remarcado sobre cada letra muchas veces. Hay una serie de dibujos dispersos en los bordes que simulan aves, pequeños animales anfibios coronados por insectos, e incluso una mezcla de ambos; estos sí se han desvanecido con el tiempo, y no es fácil distinguir sus formas. Violette acerca la hoja a Lucille, quien la mira asombrada, con los ojos húmedos, y rechaza el papel con un movimiento de cabeza. Entonces Violette comienza a leer el texto en voz alta:

VISIÓN ÚLTIMA

Esta noche, mientras dormía, una mano gigante tomaba mi cabeza y la posaba sobre un papel, usándola como pluma, restregándola sin pudor con fuerza al hacer cada trazo. Mis ojos estaban tan cerca de la tinta (la cual en realidad eran rastros de mi cuero cabelludo y sangre), que no alcanzaba a distinguir lo que la mano escribía.

La letra quería decir lo que mi voz callaba y que mi lengua pensaba. Que la lengua piense es un atrevimiento voraz, como todo lo que devora cuando asoma, hambrienta, al infinito celeste.

La lengua era el cielo, pero más que celeste era rubí, un rubí intenso que alumbraba toda la Tierra. Se habían acabado el día y la noche. Se había acabado el límite entre el océano y la llanura y todos sus accidentes terrestres. El apocalipsis había llegado en forma de tempestad rabiosa porque el hombre había sembrado la rabia entre todos sus descendientes, sin detenerse nunca, sin darse tiempo para mirarse y pensar, reconocerse en el otro. No. En vez de eso había desmembrado, desollado, envenenado y desangrado a sus hermanos. Había construido muros y barreras no sólo físicas, sino salvajes en su estructura de racismo, violencia y apropiación de un espacio que a nadie pertenecía. Había dejado de compartir el alimento y el techo, olvidándose de que ambos, alimento y techo, sólo fueron posibles cuando los humanos, juntos, empezaron a construirlo para alimentarse y cubrirse mutuamente. Había olvidado que la mujer tenía una comunicación sagrada con la tierra, y en especial a ella, a la mujer, el hombre la había masacrado con especial crueldad. No había retorno. No había remordimiento. No había perdón. No sería el Dios, en cualquiera de sus representaciones, sino el Diablo, en cualquiera de sus representaciones, quien cobraría venganza por este desperdicio. Qué desperdicio más grande una tierra llena de mentes que no buscan conocimiento, que no se interesan por desentrañar lo desconocido. De nada vale un cuerpo que sólo vive para destruir al otro. Para eso está el poder divino, sea cual sea su rostro.

Entonces empezaron a caer piedras del cielo, pero no como se había anunciado hacía años; no eran piedras de fuego ni sal, ni fragmentos de meteoritos inmensos. Eran piedras de ámbar. Eran rastros de un cementerio montañoso, austral. Porque las primeras montañas que sirvieron de hogar al hombre estaban en el sur del Gran Continente, y serían ellas, ahora, quienes se ocuparían de enterrarlo.

Todo tembló mucho y muy fuerte, y pronto no quedó nada, salvo un ente de materia de nube y de fuego. La luz le lastimaba los ojos. Los restos eran rastros, huellas de lo que quedó después del silencio. La tierra dejó de emitir las vibraciones con las que todos acostumbraban arrullarse. El silencio inundó los cuerpos. Nada podía fluir ya, porque no había fuerza orgánica que impulsara ningún movimiento. Las últimas piedras que caían del cielo eran costras de lo que hasta entonces había vivido en el aire, ajeno a la vista de los humanos, pero no de todos los seres vivos. El silencio lo absorbería todo porque ya nadie sería capaz de cuestionarse nada. Sólo se salvaría aquel capaz de formular la pregunta que diera, como respuesta, luz y sonido al nuevo vacío cósmico, latente.

—Lo he leído muchas veces, sobre todo mientras estuve encerrada en Santa Cecilia. Este tipo de textos era mi consuelo allá; poco a poco fui descubriendo otros, y me quedé con Hildegard y Sor Juana. Encontré el Primero Sueño en la biblioteca del convento. Estaba como escondido en la sección de Astrología, y aunque pregunté a una de las superioras que por qué lo habían puesto ahí, ella me miró con desaprobación y quiso arrebatármelo, diciéndome que hay que tener cierto entendimiento para leer esas cosas, lo cual, por supuesto, no contestó a mi pregunta y aumentó mi curiosidad. Es verdad que la primera vez que lo leí comprendí muy poco, y supuse que la superiora se refería a eso con «cierto entendimiento», pero mientras más lo releía, ayudada de diccionarios y libros de filosofía y ciencias, más me daba la impresión de ir desentrañando aquello que Sor Juana guardaba en su lenguaje misterioso, en su poesía onírica. Poco a poco fui asimilando que el sueño y las revelaciones epifánicas guardan en sus mundos, a primera vista delirantes, los secretos del futuro y del pasado que hay que aprender a transfigurar, a convertir en lenguaje terrestre para que haya otros modos de entendernos, aunque no parezcan los correctos, aunque nada de lo que hacemos parezca lo que debe ser.

Ahora sólo quiero que me expliques una cosa, Lucille.

¿Por qué me encerraste en Santa Cecilia? ¿Por qué no me enseñaste tú a leer los sueños, a desentrañar el lenguaje de Dios y del Diablo, si en vez de excluirse, ambos se complementan?

Lucille se acerca de nuevo a la ventana. La tarde se extiende cubriendo con su luz magnífica cada partícula de todo lo que vive allá afuera. El cielo comienza a enrojecerse y expandirse, como si alguien tirara de sus extremos hacia todos lados para ayudarlo a crecer cual hoguera al aire libre. Los pájaros se han guarecido en las copas de los árboles y los grillos vibran entre las piedras, pero sin emitir sonido alguno. Los perros asoman en las banquetas y rondan las calles vacías, sin atreverse a ladrar, a aullar siquiera. La tarde está ahí, inmensa, extrañamente rojiza, como imponiéndose al día y a la noche, traspasando todas las ventanas y los techos y las paredes de todas las casas, los edificios, los museos, los cines, los teatros, las librerías, las escuelas, las oficinas, los restaurantes, los cafés y los bares del mundo. El aire arrastra algunas piedrecillas que golpean levemente la ventana a través de la cual Lucille observa el cielo, cada vez más incandescente, y sólo entonces voltea hacia Violette, quien guarda un grito con la mano al ver cómo los ojos de su hermana resplandecen con el mismo carmesí de la luz que se va filtrando hasta inundarlo todo dentro de la casa. Lucille sonríe como nunca antes y se acerca a Violette muy despacio, hasta tomarla de la nuca y arrastrarla hacia la ventana.

—Tú lo has dicho ya Violette. Toda tú eras combustible innato. Sólo necesitabas una chispa que provocara el trance, que despertara la inquietud por saber qué hay en ese silencio que guardan tanto Dios como el Diablo; el silencio al que tú llamas Ello… Un silencio irreconocible, misterioso. Por eso el misterio es la llave de aquello que vale la pena ser descubierto, como estás a punto de atestiguar. No trates de entenderlo; no necesitarás entendimiento ni cuerpo en tu nueva esencia. Acércate más. Mira. No temas al fuego. Dime qué ves detrás de este incendio infinito que ya nos abrasa con su lengua divina.

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  1. Pero, ¿qué te pasa, Violette? Lo que dices no tiene sentido… Es una locura escucharte. ↩︎
  2. ¿Ello? ¿Ello? ¿Qué quieres decir con Ello? ↩︎
  3. No sé por qué te escucho… ↩︎

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